¿Podría ser diferente? El vigoroso y tierno llamado de Juan Pablo II en defensa de la vida humana --pronunciado urbi et orbi al iniciar el Gran Jubileo del año 2000-- ha sido silenciado por completo. Esta actitud de los medios de comunicación social tiene cercanos antecedentes en la Alemania de los años 20 que buscaba la justificación para eliminar a los "indeseables" y “supernumerarios” y las "razas inferiores" y que argüía que algunas personas "no merecen". "Nuestra sociedad ha tardado menos de 50 años en transformar el concepto de crímenes de guerra en el de actos de compasión" observa hogaño Malcolm Muggeridge refiriéndose al cambio de status de la mutilación sexual, considerada como crimen de guerra en los Tribunales de Nuremberg.
Y llegó el mensaje del Gran Jubileo y algún iluso alucinaría que la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y del Estado y que "La vida humana comienza con la concepción..."(Art. 1 del Código Civil). Pero, ante los patrones éticos en boga, una vez más, la moral católica –al igual que las normas jurídicas pro- vida-- será presentada como "irrazonable", como ente absurdo y remoto, un meteorito que está en oposición con los hábitos concretos de vida y con el pensamiento que subyace en ellos. O más fácil: se ignorará o se hará oídos sordos al mensaje evangélico.
El iluso proclamará que "El derecho a la vida, a la integridad física, a la libertad, al honor y demás inherentes a la persona humana son irrenunciables... Su ejercicio no puede sufrir limitación voluntaria..."(Art. 5 del C. C.). Que la AQV está sancionada cuando el Código Penal prevé como delito de lesiones graves "las que mutilan un miembro u órgano principal del cuerpo o lo hacen impropio para su función..." (art. 121o).
Nadie hará caso al iluso. Los poderosos, ricos y famosos continuarán promoviendo, abierta o hipócritamente, la cultura de la muerte; florecerán las campañas a favor del condón, del aborto inducido con píldoras, la ligadura de trompas, la oclusión tubaria bilateral, AQV y cuántas otras formas de mutilación sexual. Los responsables ni parpadearán cuando los irredentos de siempre les clamen que "Los actos de disposición del propio cuerpo están prohibidos cuando ocasionen una disminución permanente de la integridad física... " (Art. 6 del C. C.)
Sin esperar respuestas entusiastas, el Vaticano se rehusa a adecuarse a los nuevos cánones de ética; aunque sus enseñanzas sean calificadas como la imposición de los criterios de un grupo de célibes desvinculados de la realidad; como faltas de compasión; de no perdonar violaciones de lo que ellos consideran el Derecho Natural y son motejadas de ciegas ante el clamor de los aborcionistas.
Sin embargo, a regañadientes tal vez, la opinión pública, -- empujada hacia el relativismo ético y la permisividad lo cual virtualmente garantiza la impopularidad de la doctrina católica-- está recibiendo con beneplácito este conjunto coherente de principios que critica con seriedad las metodologías para la destrucción y manipulación de la vida humana.
La historia contemporánea demuestra las trágicas consecuencias del rechazo o la ignorancia de los valores fundamentales. Los ataques contra la tradicional posición judeo- cristiana de la vida humana, su santidad y sus derechos fueron justificados en nombre de ideologías como el nazismo, o en nombre del "progreso científico", de una supuesta “superpoblación” y otras posiciones socio- políticas genocidas. A menudo, el pretexto o la motivación inicial --típicamente, la eliminación de la pobreza-- no podría parecer más razonable. No obstante, una vez que se condona la mutilación o la supresión de la vida de un inocente, la integridad física y la vida de muchas otras personas corren peligro inminente. La aceptación de las prácticas como la esterilización masiva vía vacunación antitetánica o la legalización del aborto corroería, en todos los niveles, el valor de la vida humana.
Razones más que suficientes para emocionarse y renovar la profesión de fe al escuchar a Juan Pablo II en la apertura del Gran Jubileo y animarse a salir a las calles y plazas, lanza en ristre, a despanzurrar la cultura de la muerte. ¿Por qué no soñar que algún medio se atreverá a publicar (sin meter tijera, inoportunamente) el texto que leyó el Papa? ¿o que algún sensato lo grabó y se digne prestarlo? Pero es demasiado pedir. Los medios no han ido más allá de las primeras palabras: “Aperite mihi portas justitiae”.